Hoy voy a ir a visitar a un amigo. Hace mucho tiempo que no lo veo y tengo ganas de charlar con él. Lo conocí cuando tenía 15 años y aunque últimamente no nos vemos muy seguido, sigue siendo mi amigo. A pesar del calor que hace transpirar a Buenos Aires, camino contento y a buen ritmo. En la mitad del viaje me meto en un sucucho que vende viejos vinilos y me encuentro con el cantante de Miranda, que revuelve los discos con el entusiasmo de un chico. Tiene puesto un chupín rojo, llantas free style y sobre su cabeza, gafas ochentosas . Si mi amigo estuviese acá lo cagaría a trompadas por suponer cierta impostura en él. Por renegar de lo él cree que somos: monos . En cambio yo, siento la necesidad de mirarlo y la verdad, no sé por qué. Final y felizmente no lo hago y me voy. Es que si no me apuro, mi amigo se va a ir. Recorro unas 8 cuadras más, llego a su casa y me paro en el cordón de la vereda. Bajo el sol canceroso de noviembre, miro con admiración las castigadas puertas de madera. Mientras, pasan dos turistas yankis y buscan en ellas algo que no encuentran. Desanimados, siguen caminado. Como no me animo a golpear, espío por la abertura de las cartas y sólo veo una escalera. Por algún motivo supongo que él ya se ha ido y es probable que no vuelva. Igualmente creo que lo mejor va a ser volver a mi casa, me dijeron que en un rato más van a estar llegando los monos.